jueves, 2 de junio de 2005

Frágil hombre de hierro....

La verdad es que hacía tiempo que quería hablar de él... Un hombre que desde que tengo uso de razón me pareció imponente, alto, inexpugnable cual pared de hierro. Cuando me enteré y tomé conciencia de quién era y lo que había hecho, le admiré. Han pasado algunos años desde entonces, no muchos lo reconozco, y he visto su tragedia, el modo tan injusto en el que la vida ha tratado a este hombre, que cogío un barco amotinado, y a la deriva, y lo llevó hacia la democracia. Quería escribir algo sobre él... Campmany, ese genio, me lo pone fácil:



Adolfo Suárez

ES una mala noticia ésta de la demencia senil que padece Adolfo Suárez. Que el artífice de algo tan «enorme y delicado» como la «Santa Transición» no pueda recordar los episodios y los trances de aquel tiempo de esperanzas y zozobras es una mala pasada que le ha jugado la naturaleza declinante de los hombres. Quien en aquellos momentos críticos dio muestras elocuentes de equilibrio entre los vestigios de las dos Españas, difícilmente conciliables, se encuentra ahora sumido en las tinieblas de la desmemoria y de la flaqueza de la razón. Es injusto y triste.

No han pasado todavía los años suficientes para que sepamos cómo le tratará la Historia. Ya se sabe que la Historia se toma mucho tiempo para juzgar a los hombres por sus obras políticas. Pero ya sabemos que la Vida no ha sido generosa con Adolfo Suárez. Ni siquiera ha sido medianamente misericordiosa con él. La muerte temprana de su mujer, Amparo, y la tempranísima de su hija, Miriam, lo precipitaron aún joven en este pozo de sombras y en este mundo de irrealidades donde ahora vive.

Amparo Illana fue siempre una mujer ejemplar, fuerte y tierna al tiempo, solícita y discreta, vecina en la dificultad y en la cavilación, y apartada en la publicidad y en la pompa. Y Miriam, con aquella decisión admirable de traer una vida a costa de años de la suya, constituye sencillamente una enseñanza de heroicidad. Adolfo Suárez, que superó sin flaqueza tantos y tantos obstáculos, tantas y tantas dificultades, tanta conjura y tanta adversidad antes de vencer el momento más difícil en la Historia de España de la segunda mitad del siglo XX, no ha podido mantener la cabeza clara y el corazón entero ante la desaparición de esos dos amores que rodearon su vida de sencilla y cotidiana y sublime compañía.

La mala noticia de la enfermedad del gran hombre y del entrañable amigo nos iba llegando lentamente, por datos cada vez más reveladores. Todas las rarezas que se contaban de él y de su enfermedad creciente eran extravagancias emocionantes y, ¿cómo lo diría?, santificantes, desde su constante obsesión de mantener largas conversaciones con Amparo muerta, que lo convierte en personaje de tragedia griega, hasta su inocente manía de vestir de etiqueta por estar siempre dispuesto a recibir a alguien de relieve. Todas esas extravagancias eran señales de amor y de cortesía, de buena disposición para con los suyos y para con todos los demás.

Una mañana, en La Moncloa, recién nombrado presidente del Gobierno, me confió: «Jaime, aquí no había ni un solo papel que explicara proyectos y resortes del Estado. Las cajas de este despacho estaban absolutamente vacías». Le recordé el viejo cuento del capitán de barco que dirigía magistralmente las maniobras después de consultar en secreto una hojita que guardaba en un secreter. Cuando murió el capitán, fueron a descubrir aquellas instrucciones misteriosas. En el papel venía escrito: «Babor, izquierda. Estribor, derecha». Con esa sabiduría, Adolfo Suárez hizo admirablemente una maniobra dificilísima y peligrosa. España se lo debe.



Señor Suárez, desgraciadamente, usted ya no lo recuerda...yo, no quiero olvidarlo.